Un mesón en la esquina del cielo

Miércoles, 14 de Noviembre de 2018
Hosteleriasalamanca.es / Por Ana Pedrero

Salamanca amanecía la madrugada de ayer mucho más pobre porque esta ciudad es más que su piedra dorada, más que su historia, más que su patrimonio. Porque esta ciudad es también su geografía humana, son sus colores, sus olores, sus sabores, la ciencia y la paciencia que se fragua a fuego lento entre los pucheros.

Esta ciudad amanecía ayer más pobre porque el corazón de Salamanca late a impulsos de sus hombres buenos, porque el capital humano es parte esencial en la vida de una ciudad, en sus entrañas, en los recuerdos. Porque esta Salamanca de piedra también se erige en abrazos y en sonrisas, en el trato amable, en el alma que habita detrás de cada negocio, de cada barra, de cada plato, de cada tapa.

El lunes se marchaba Gonzalo Sendín, Gonzalo el del Mesón, que echó los dientes junto a los fogones, que llevaba la hostelería en vena por herencia pero también por pasión y que hizo de esa pasión su vida. Una vida que era la misma vida de Salamanca, parte de ese capital humano y de ese patrimonio de olores y sabores.

Gonzalo Sendín en una imagen retrospectiva junto a su mujer en el coso taurino

En el paisaje de mis recuerdos aparece su figura elegante como un pincel la primera vez que bajé las escaleras del Mesón de la mano de Arancha Martín y supe de una jeta que era la gloria bendita en la boca. Allí, en aquella esquina junto a la vieja Marisquería, frente al Gran Hotel, los taurinos pasábamos del Mesón a aquella preciosa barra que se montaba en ferias. Y se hablaba de toros, y se hablaba de fútbol y se tenían amistades eternas.

Allí, entre las paredes del Mesón, apuramos el último vino con Juan Luis Fraile el maestro Navalón y yo, de eso hace ya casi veinte años, días antes de que se nos fuese tan sin avisar y de que sus toros triunfasen en Las Ventas con divisa negra de luto. Entonces los sabores del Mesón fueron un poco más tristes, porque aunque dice el refrán que no, sí que existe el último vino, la última copa, el último brindis.

Fue en septiembre, en plenas ferias, cuando la Mariseca ondeaba en el Ayuntamiento y La Glorieta, esa plaza que ya le extrañaba este año, dejaba caer sus cerrojos, cuando le detectaron el tabacazo final, la cornada que no avisa, la enfermedad que le ha mantenido estos últimos meses apartado de su vida, el Mesón, mientras decía poco a poco adiós a su otra vida, la de verdad, a su amor de toda la vida; a sus hijos Marisa y Gonzalo, a quienes les dejó en herencia, también en vena, un mesón nacido en el siglo XX que se ha revestido de siglo XXI sin olvidar la base más tradicional de la cocina, la esencia, el alma de Salamanca y sus productos de primera calidad.

Ayer las puertas del Mesón y de Las Tapas aparecían cerradas. Pocas veces las he visto así. Solo en las reformas o en los contados días que la familia, por fin, se escapaba a unas más que merecidas y breves vacaciones. Porque la hostelería nunca descansa y así lo aprendí de mi abuela, que se dejó la vida en su restaurante para sacar adelante a sus cinco hijos en plena Posguerra en Zamora.

Salamanca amanecía ayer gris y más pobre para despedir cubierto de flores y de besos a Gonzalo, que ya es tierra en la tierra enamorada de Ledesma, la vieja Bletisa, la más bonita.

Cuéntanos, maestro Gonzalo, en qué esquina vas a poner tu Mesón, cómo sabe, a cuánto está el kilo de morucha, el lechazo en la lonja del cielo.

Descansa al fin de tanta lucha, eterno mesonero de Salamanca, paisaje eterno de los recuerdos, sabor, latido de una ciudad de piedra que impulsa cada día un corazón a punto de ebullición, tan rabiosamente vivo.


Comentarios

Alejandro
Miércoles, 14 de Noviembre de 2018
Gran persona, gran profesional y gran artículo...

 


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