Victor Gutiérrez: una fiesta sensorial

Llego algo apurada a la cita, aún no he sido capaz de dominar los diez minutos de incorregible impuntualidad. A medida que me aproximo al restaurante observo cómo el atardecer va dando paso a una noche de junio limpia y fresca, de esas que todavía nos obligan a ir provistas de chaqueta y fular. La tenue luz cálida de Víctor Gutiérrez se vislumbra tras los frondosos árboles de la Plaza, mientras decenas de estorninos, quizás cientos, sobrevuelan las cúpulas de la Iglesia de los Dominicos, doradas y deslumbrantes sobre un cielo añil.

Mi compañero de mantel me recibe inquieto por la demora, tomo asiento y durante unos instantes disfruto de la calma que transmite el lugar: el mobiliario justo, un par de diminutas obras pictóricas que casi pasan desapercibidas al comensal y un gran ventanal dominando el espacio, a través del cual irrumpe el exterior, verde y aúreo.

Mi día, agitado e intenso, va disolviéndose siguiendo el ritmo pausado del personal de sala, sus susurros van describiendo un menú degustación extenso y colorido, en el que ambos perdemos de vista el tiempo para dejarnos mimar y sorprender por el talento culinario de Víctor Gutiérrez, estrella Michelín desde hace ya ocho años.

Refrescamos nuestros paladares con frutas heladas acompañadas de ginebra con maracuyá, picoteamos divertidos aperitivos (piruleta de farinato a la miel, galletas oreo con guacamole…) y engullimos de un bocado los agradables nigiris -de vieira y de Morucha con trufa- y el bocadillo de cochinillo, cuya piel súper crujiente nos recuerda el sabor de los chicharrones.

La presentación del siguiente plato nos deja desconcertados: un pequeño pez de agua dulce bucea agitado en un cuenco de cristal, sobre el que descansa uno de los platos que más me cautiva hasta el momento, el Ceviche de zamburiña con leche de tigre y caviar cítrico. El molusco, fresco y casi dulce, contrasta con el punto cítrico de las esferificaciones y remata su sabor con el típico preparado peruano, cremoso y elaborado a base de ají amarillo, cilantro y limón.

Continuamos con el homenaje… Un par de piedras grisáceas nos aguardan en su interior una reconfortante crema de apio con cecina, seguida por un ciervo jugoso acompañado de una crema de yogur con menta, similar al tzatziki griego. Volvemos a apreciar la fusión Oriente-Occidente en el Espárrago de Tudela con piel de pato, anguila ahumada y tomate al jengibre y sucumbimos ante los últimos platos salados del despliegue culinario: Salmonete con puerro, Txangurro con cebada en pasta won-ton, Mero con miso y el sabroso Pichón con guiso de quinoa, el nutritivo sustento de los incas, sorprendentemente similar en contenido proteínico a la carne o los huevos.

Los postres nos reconcilian con los matices frutales de la piña y la manzana, y nos descubren el sabor de la lúcuma, una fruta andina que recuerda al toffee y al café. Tomamos con cucharilla de postre una infusión de té verde con hierbabuena y nos despedimos con los golosos petit fours.

Abandonamos el restaurante bien entrada la madrugada, mientras reflexionamos sobre la coquinaria de este chef salmantino-peruano, nacido en Perú pero instalado en Europa desde los 16 años. Recordamos la frescura de cada ingrediente y su respetuoso tratamiento culinario, destacamos la mixtura de elaboraciones y técnicas, procedentes de puntos dispares del planeta y que confluyen con armonía en cada plato, alabamos el uso de extraordinarios productos locales y revivimos emocionados cada detalle de la vajilla y del emplatado. Pero sobre todo, coincidimos en afirmar que la cena ha sido un absoluto festín para los sentidos, que sin duda será difícil olvidar…