La ilusion de la Navidad

Las Navidades son una época feliz para los más pequeños y es quizás el recuerdo de esa ilusión infantil lo que inspira la emoción festiva en los adultos. Cierto es que a medida que nos hacemos mayores la ausencia de personas queridas nos condiciona el disfrute navideño. “Nada es lo que era” solemos escuchar decir a los ancianos de la familia, que nos cuentan con detalle aquellas nochebuenas multitudinarias, en las que no se dejaba de bailar y cantar villancicos en toda la noche y en las que, por cierto, se servía un menú mucho más austero.

Yo recuerdo Navidades al son de la pandereta y de la zambomba de mi tío Juan, que, ante mi asombro, se escupía una y otra vez en la mano para después “engrasar” la caña del instrumento.

También recuerdo poner el árbol de Navidad junto a mi Tía Toña, que algunos días me cuidaba cuando a mi madre le tocaba trabajar de tarde. Entre las dos montábamos un árbol bien grande y bien recargado, como a mí me gustaba, con muchos adornos multicolor y kilos de espumillón.

También recuerdo la logística del montaje del Belén: con mi padre iba a las afueras de la ciudad para extraer musgo de cualquier arcén y con mi madre asaltaba los sacos de carbón que yacían a la puerta de los edificios más antiguos de la Avenida de Portugal. Ese carbón residual de la calefacción era ideal para simular las montañas, que, nevadas con polvos de talco, delimitarían nuestro “currado” nacimiento.

También recuerdo las noches en vela esperando a los Reyes Magos, el miedo que tenía de que no me trajeran nada, quizás porque no me había portado lo suficientemente bien o quizás porque no iban a ser capaces de entrar en nuestra casa. Por ello obligaba a mis padres a dejar la ventana del salón bien abierta –a pesar de la gélida temperatura exterior- para asegurarme de que Sus Majestades la veían y así podían visitar nuestra casa sin ningún tipo de impedimento.

Recuerdo la Navidad que pasé ingresada en el hospital, por una repentina neumonía, y también la primera que viví junto a mi hermana pequeña, un verdadero shock emocional, pues además de tener que compartir protagonismo con otra criatura nueva, yo ya con ocho añitos me había enterado de la verdadera identidad real y me sentía desconcertada y –no sé por qué- avergonzada.

De quien no tengo muchos recuerdos de estas fechas es de mi abuelo materno. Únicamente recuerdo sus bromas cada 28 de diciembre. Yo era por aquel entonces su única nieta y por tanto el objeto de sus artimañas: la tinta invisible que manchaba mi ropa y que después desaparecía como por arte de magia, las cucarachas en medio de casa que al pisarlas explotaban… Y por supuesto los largos relatos que narraban con detalle las “perrerías” que de niño había hecho a los amigos, por cierto mucho más graves y escatológicas.

Sin embargo, a mi abuelo los encuentros familiares de Navidad le aterraban, en cuanto cenaba, ya fuera Nochebuena o Fin de año, se iba directamente a su casa. Él era un animal de costumbres y las Navidades le alteraban por igual su rutina y su estado de ánimo. Curiosamente falleció durante las Navidades de 2010, justo un día después de la festividad de los Inocentes...

En fin, que estos días se tornan particularmente especiales, ya sea por la ilusión infantil que aún revivimos por cuenta propia o gracias a los nietos y a los hijos que nos la refrescan. Deseo que disfrutéis de una Navidad plena, junto a los seres queridos que aún os acompañan, sin olvidar a aquéllos que ya partieron. Aprovechemos estos días para mirar con perspectiva nuestra vida, saborear lo mejor de ella y olvidar los malos recuerdos. ¡Muy felices Fiestas queridos lectores de nuestro periódico digital!.

Eva González Hernández
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