Opinión : María Pilar Martín

La cocina de nuestras abuelas

Al despertarme una mañana creí oler de nuevo el embriagador aroma de las galletas de nata de mi abuela; el olor estaba tan cercano que la imaginé en la cocina cortando galletas con sus moldes, sacando y metiendo a toda prisa la placa de horno y depositando sobre una bandeja las galletas ya horneadas, cuyo olor comenzaba a recorrer todos los rincones de la casa.

Ya despierta del todo, me di cuenta que sólo era un sueño; pero un sueño hermosísimo y casi real, ya que estaba cimentado sólidamente en los recuerdos de los años de la niñez, de todas las vacaciones escolares pasadas en la enorme casa del pueblo de mis abuelos maternos.

Cuántas veces he ayudado a mi abuela a cortar galletas, a preparar las confituras, mermeladas y jaleas, a echar el cuajo a la leche y luego cortar la cuajada para hacer queso, a prensarlo dentro de la quesera de mimbre, a patear jamones, a subir a abrir o cerrar las ventanas del granero en función del aire y del sol, para llevar a cabo una perfecta curación de aquellos perniles colgados de las vigas de madera, a dar vuelta a las manzanas y peras, extendidas sobre pajas, para evitar que se pudrieran, a cortar patatas con la sencilla mandolina de madera, siempre bajo su atenta mirada para impedir que me pudiera hacer daño. Recuerdo haber ayudado también a mi abuelo a cascar almendras y nueces, a ensartar setas de cardo en los hilos, a cortar racimos de uva negra en la viña… Momentos todos ellos inolvidables, que han hecho posible que un día decidiera adentrarme en este maravilloso mundo.

Subir al granero era toda una aventura, ya que allí había utensilios de todo tipo: una capoladora que se utilizaba de vez en cuando para picar la carne, moldes de diferentes formas, cestos y cestas utilizados para recoger frutas y verduras de la huerta; grandes terrizos mondongueros en los que se hacía la morcilla en la temporada de la matanza; época que, aunque yo no he conocido, se vivía, según me contó mi abuela en muchas ocasiones, como unos días de fiesta igual que sucedía en casi todos los lugares de España; tinajas con aceite o agua, enormes contenedores de almendras y nueces rinconeras, botes de diferentes tamaños para guardar mermeladas, mieles y confituras, compoteras para la jalea, cajas de hojalata para las galletas, pastas y mantecados, una antigua heladora, de esas de manivela, con la que era preciso pasarse horas y horas para conseguir un rico helado, alguna churrera ya en desuso, molinillos de café, botellas de mil formas, tamaños y colores; sartenes, ollas y perolas de distintos tamaños y algunos otros utensilios que ya casi han desaparecido de mi memoria. Otra imagen que tengo muy viva es la de las longanizas y morcillas, provenientes, no de la matanza casera, sino ya de la carnicería del pueblo, para que se oreasen bien; las guindillas y pimientos secos y los hilos de setas, pacientemente ensartadas por mi abuelo, que se secaban para su posterior utilización en deliciosos guisos con carne o perdices...

Compártelo

Coméntalo

Comentar el artículo