Opinión : Eva González

A propósito de los callos de mi madre

Aunque no sea el momento más propicio para decirlo, pues estamos en plena Cuaresma, época de recogimiento y de abstinencia, no puedo por menos que contaros los fantásticos callos que me comí el otro día. Blanditos, bien cocinados, con el punto justo de picante y un atractivo tono teja brillante. No los comí en un bar de pinchos ni en ningún gran restaurante, la cocinera en este caso había sido mi querida progenitora, algo que me hizo reflexionar…

Desde que me independicé, y descubrí el placer de MI cocina -sí, en mi familia las mujeres somos muy territoriales y no dejamos que nadie profane nuestros fogones- me he dado cuenta de la lucha de egos que se libraba en mi interior.

Por un lado deseaba convencerme de que podía reproducir esos ricos platos de toda la vida, que tan acostumbrada estaba a degustar en casa. Sin embargo, por otro buscaba mi propio estilo, convencida de que podría aportar más creatividad y actualidad a esa "requeteconocida" cocina materna. Por ello, tras preparar con más o menos acierto una paella, unas albóndigas y unas lentejas -éstas fueron muy desacertadas pues tuve que tirarlas directamente al wc- me propuse complicarme mucho más las cosas y comenzar a experimentar mi propia técnica.

Mi trabajo y mis viajes contribuyeron a nutrir mi inventiva culinaria, dándome a conocer nuevos sabores e ingredientes, que en casa nunca había visto. Descubrí entonces los tirabeques, la batata, el rodaballo, el atún rojo, la salsa de soja, el wasabi… además de la leche evaporada y del concentrado de tomate, ambos imprescindibles para mí a día de hoy. Con cada descubrimiento me sentía exultante, la dueña de mi cocina…

Me alegré -y compliqué- las mediodías y noches de mi vida elaborando risottos, currys, cous cous, samosas, tartares, sushi… por no hablar del pan casero -ainsss que guerra que me ha dado!- ni del extenso despliegue dulce con muchas, muchas tartas de queso fallidas, siempre compensadas por mi rico tiramisú en copa, ¡que nunca falla!.

La verdad es que he sido –y sigo siendo- tremendamente feliz en mi cocina, descubriendo, investigando, creando y probando. Después de años de duro trabajo he llegado a la satisfactoria conclusión de que puedo evocar sensaciones a través de ella. Hace poco mi suegra se sorprendió cuando me presenté en su casa con un plato de varenikes, una pasta rellena de cebolla y mantequilla típica de la cocina judía. Ella es descendiente de rusos emigrados a Argentina tras la primera guerra mundial, y según me contó, su madre -que en paz descanse- preparaba el mismo plato cuando ella era pequeña. Su cara se iluminó cuando probó el primer varenike y rememoró el sabor de la cocina de su infancia, fue como algo sobrenatural pues le parecía increíble que su nuera, una española que nada tenía que ver con Argentina, su madre o la cocina judía, pudiera elaborar ese plato exactamente igual que ella.

Sin embargo, a pesar de toda la parafernalia culinaria que os he contado, soy consciente de que hay platos que nunca podré hacer como mi madre, elaboraciones para las que ella siempre tendrá el Copyright, la exclusividad... como sus fabulosos callos.

Eva González Hernández
Directora de
Hosteleriasalamanca.es
redaccion@hosteleriasalamanca.es
@evasalamanca

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